EL ATRAEPÁJAROS
Años atrás, como era costumbre en las fiestas del pueblo, llegaron los
saltimbanquis, trapecistas, payasos, bailarinas, magos y malabaristas con su
circo ambulante.
Aquél verano, con sorprendentes espectáculos, tuvieron que poner en la
taquilla varias tardes el cartel de “no hay entradas”. Aforo completo.
Terminadas las fiestas, tras desmontar la bandera que ondeando en lo
más alto de la carpa hacía de estandarte de la compañía, ocurrió un suceso
desagradable que por suerte no terminó en desgracias personales.
La escalera más grande de la compañía, única que podía permitir el
acceso a la bandera, una vez desmontada la misma, perdió el equilibrio y cayó a
peso de plomo deteriorándose en gran medida.
Ante la premura
de tener que montar la carpa en otro pueblo cercano al día siguiente, tuvieron
que abandonarla y comprar una nueva.
Con paciencia,
esmero y buen oficio, un chico del pueblo la recogió y poco a poco; un escalón
hoy, otro mañana, una mano de barniz el siguiente, le dio la suficiente rigidez
que permitía su reutilización.
Hacía tiempo que
el joven estaba interesado en ascender a lo que él denominaba “la cuerda del
silencio” y, afortunadamente, ya disponía del elemento necesario para
conseguirlo.
A la mañana
siguiente el joven aldeano, con un buen libro en su zurrón, empezó a ascender hasta alcanzar
muchos metros arriba su objetivo.
A tanta altura,
teniendo en cuenta que por aquellas latitudes no hay ningún aeropuerto cercano
ni contaminación alguna, se podía oír hasta el vuelo de una mosca; el silencio
era absoluto.
El abuelo del
chaval, amante de las palabras y la sabiduría contenida en los libros, le había
enseñado que la lectura se disfruta no sólo una, sino dos y hasta tres o más
veces si se hace con recogimiento, concentrado, en un lugar solitario con un
entorno silencioso y en voz suavemente alta. Sus contenidos además de ser
leídos, al ser oídos, se deleitaban mucho más placenteramente.
La voz del
muchacho era cálida y melosa; de tonos más graves que agudos sin llegar a ser
roncos. Además cuando leía gustaba de darle esa entonación parsimoniosa y
musical que le solemos poner los adultos cuando tarareamos nanas a los bebés
con la intención de que los sueños se apoderen de ellos. Era una voz, por
tanto, dulce, persuasiva y casi seductora en sí misma.
Así las cosas, el
Atraepájaros (pronto entenderemos porqué a partir de entonces se le conoce en
el pueblo con ese nombre) aquel día luminoso se sentó en perfecto equilibrio en
“la cuerda del silencio” y abriendo el libro entre sus manos comenzó a leer en
voz alta.
Absorto en su
lectura, su alrededor era un caudaloso riachuelo de imágenes que, brotando de
páginas repletas de letras y palabras bien hiladas, volaban y bailaban a través
de su voz dibujando y musicando todo el universal mundo que el texto contenía.
Tras llegar a un
punto y final –fin de un capítulo- al levantar la vista del papel, se quedó
atónito, casi paralizado. Gorriones, jilgueros, colibríes, palomas y ruiseñores
se habían acercado –sin miedo alguno- y posados cómodamente en la cuerda del
silencio habían escuchado su lectura. Parecía como si alimentasen sus cantos,
sus trinos, sus arrullos y sus gorjeos con el significado de las palabras que
nacían en sus labios.
¡Claro! -dijo el
Atraepájaros- entre sorprendido y emocionado.
Ahora lo
entiendo.
Por eso suenan
tan limpias sus voces; por eso desde sus picos, auténticas cajas de resonancia
donde proyectan sus intenciones, nacen caudalosas sinfonías que, lanzadas al
viento, inundan de "allegros” y armónicos los espacios donde habitan y
alrededores.
Sus partituras,
fabricadas por palabras amamantadas con la esencia que rebosa de las ideas que
viven en los libros, trascienden a los rumores que ellos y yo le contamos, se decía. Instaladas
en sus gargantas, los pájaros, despiertan nuestros amaneceres saludando al
nuevo día con sus cantos y adormecen el atardecer mientras buscan refugio de la
frialdad de la noche bajo la frondosidad de las hojas de los árboles.
¡Cuánta razón
tenía mi abuelo!, pensaba. Cuánta razón al afirmar que la lectura en voz alta
era mucho más satisfactoria, beneficiosa y fructífera.
Algún día, aunque
ya no esté, se lo contaré a mi abuelo.
Saboreando esta
complicidad, entre silencios, cantos de aves y con su piel de gallina, pasó la
página y continuó con el siguiente capítulo, siendo consciente de que su
lectura, fértil lectura, además serviría de alimento a las voces de los
pájaros.
Aborojuan, diciembre de 2013.
Hermoso relato. Mis mejores deseos para 2014. Un abrazo.
ResponderEliminarMe alegra saber que lo encuentras hermoso.
EliminarGracias por estar siempre pendiente de todo.
Feliz catore, también para ti y tus seres queridos.
Qué bella historia! y... ya sabes lo que me gustan los pájaros, más aún, sin con su trino, andan contando historias.
ResponderEliminarUn beso al vuelo, y mis deseos de felicidad para este 2014!
Gaby*
Gaby, tú eres otra de las incondicionales.
ResponderEliminarMe alegra de que la encuentres bella, que (como a mí) te gusten los pájaros y que como yo, escuches las historias que ellos nos regalan.
F
eliz año y mis besitos regordito para Jime y para ti.