viernes, 8 de agosto de 2014

Al-Zocaïre del estío



AL ZOCAÏRE DEL ESTÍO
He llegado mochila, polvo y sudor,
al socaire del estío veraniego.
Me he instalado, velero y azul,
a las playas de El Palmar:
esa lengua por donde Vejer de la Frontera
besa al atlántico y a él se entrega.
Han pasado los soles y las lluvias de todo un año
y la alfombra -siempre a la intemperie-
no se ha desteñido.
La arena sigue luciendo sus cabellos rubios,
sus lunares de agua, sus enaguas de saladas espumas,
y a la vieja torre, a ella sí,
le cuento una arruga de más.
En el patio de Gertrudis
se ha librado la batalla de la añada.
Una revolución de vivos colores
han derramado sus sangres.
Tras el armisticio,
el blanco cal y el verde clorofila
-auténticos vencedores del idilio-
han creído en el sabor del perdón.
Generosos, les agrada que los amarillos vistan calabazas,
los rojos al geranio y a la adelfa;
los malvas, lilas y violetas (según tamaño)
se han dormido sobre tiestos y macetones.
Buganvillas y parterres, más poéticos, adaptados a la nueva vida,
aceptaron los oros, las lunas, los barros,
las sales, los troncos y las aguas.
Celosos guardianes de la arena del castillo,
guarecidos en las garitas del reencuentro,
todos ellos advierten de mi llegada a la parra y al jazmín,
tan saludables.
Al unísono, con sus fonos verdes, me gritan sus bienvenidas.
En las difuminadas estelas de los brazos del estío,
tras brindar con los pliegues del salitre
y posar un beso en la frente del viento,
tomo conciencia de que el mar, la mar, lo mar y yo
nunca nos hemos separado.

Aunque los inviernos tengan los brazos tan largos.
Aborojuan, 1 de agosto del año busilis de 2014.

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