lunes, 30 de diciembre de 2013

El atraepájaros

EL ATRAEPÁJAROS


Años atrás, como era costumbre en las fiestas del pueblo, llegaron los saltimbanquis, trapecistas, payasos, bailarinas, magos y malabaristas con su circo ambulante.
Aquél verano, con sorprendentes espectáculos, tuvieron que poner en la taquilla varias tardes el cartel de “no hay entradas”. Aforo completo.
Terminadas las fiestas, tras desmontar la bandera que ondeando en lo más alto de la carpa hacía de estandarte de la compañía, ocurrió un suceso desagradable que por suerte no terminó en desgracias personales.
La escalera más grande de la compañía, única que podía permitir el acceso a la bandera, una vez desmontada la misma, perdió el equilibrio y cayó a peso de plomo deteriorándose en gran medida.
Ante la premura de tener que montar la carpa en otro pueblo cercano al día siguiente, tuvieron que abandonarla y comprar una nueva.
Con paciencia, esmero y buen oficio, un chico del pueblo la recogió y poco a poco; un escalón hoy, otro mañana, una mano de barniz el siguiente, le dio la suficiente rigidez que permitía su reutilización.
Hacía tiempo que el joven estaba interesado en ascender a lo que él denominaba “la cuerda del silencio” y, afortunadamente, ya disponía del elemento necesario para conseguirlo.
A la mañana siguiente el joven aldeano, con un buen libro en  su zurrón, empezó a ascender hasta alcanzar muchos metros arriba su objetivo.
A tanta altura, teniendo en cuenta que por aquellas latitudes no hay ningún aeropuerto cercano ni contaminación alguna, se podía oír hasta el vuelo de una mosca; el silencio era absoluto.
El abuelo del chaval, amante de las palabras y la sabiduría contenida en los libros, le había enseñado que la lectura se disfruta no sólo una, sino dos y hasta tres o más veces si se hace con recogimiento, concentrado, en un lugar solitario con un entorno silencioso y en voz suavemente alta. Sus contenidos además de ser leídos, al ser oídos, se deleitaban mucho más placenteramente.
La voz del muchacho era cálida y melosa; de tonos más graves que agudos sin llegar a ser roncos. Además cuando leía gustaba de darle esa entonación parsimoniosa y musical que le solemos poner los adultos cuando tarareamos nanas a los bebés con la intención de que los sueños se apoderen de ellos. Era una voz, por tanto, dulce, persuasiva y casi seductora en sí misma.
Así las cosas, el Atraepájaros (pronto entenderemos porqué a partir de entonces se le conoce en el pueblo con ese nombre) aquel día luminoso se sentó en perfecto equilibrio en “la cuerda del silencio” y abriendo el libro entre sus manos comenzó a leer en voz alta.
Absorto en su lectura, su alrededor era un caudaloso riachuelo de imágenes que, brotando de páginas repletas de letras y palabras bien hiladas, volaban y bailaban a través de su voz dibujando y musicando todo el universal mundo que el texto contenía.
Tras llegar a un punto y final –fin de un capítulo- al levantar la vista del papel, se quedó atónito, casi paralizado. Gorriones, jilgueros, colibríes, palomas y ruiseñores se habían acercado –sin miedo alguno- y posados cómodamente en la cuerda del silencio habían escuchado su lectura. Parecía como si alimentasen sus cantos, sus trinos, sus arrullos y sus gorjeos con el significado de las palabras que nacían en sus labios.
¡Claro! -dijo el Atraepájaros- entre sorprendido y emocionado.
Ahora lo entiendo.
Por eso suenan tan limpias sus voces; por eso desde sus picos, auténticas cajas de resonancia donde proyectan sus intenciones, nacen caudalosas sinfonías que, lanzadas al viento, inundan de "allegros” y armónicos los espacios donde habitan y alrededores.
Sus partituras, fabricadas por palabras amamantadas con la esencia que rebosa de las ideas que viven en los libros, trascienden a los rumores que  ellos y yo le contamos, se decía. Instaladas en sus gargantas, los pájaros, despiertan nuestros amaneceres saludando al nuevo día con sus cantos y adormecen el atardecer mientras buscan refugio de la frialdad de la noche bajo la frondosidad de las hojas de los árboles.

¡Cuánta razón tenía mi abuelo!, pensaba. Cuánta razón al afirmar que la lectura en voz alta era mucho más satisfactoria, beneficiosa y fructífera.
Algún día, aunque ya no esté, se lo contaré a mi abuelo.

Saboreando esta complicidad, entre silencios, cantos de aves y con su piel de gallina, pasó la página y continuó con el siguiente capítulo, siendo consciente de que su lectura, fértil lectura, además serviría de alimento a las voces de los pájaros.


                                                                      Aborojuan, diciembre de 2013.

4 comentarios:

  1. Hermoso relato. Mis mejores deseos para 2014. Un abrazo.

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    1. Me alegra saber que lo encuentras hermoso.
      Gracias por estar siempre pendiente de todo.
      Feliz catore, también para ti y tus seres queridos.

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  2. Qué bella historia! y... ya sabes lo que me gustan los pájaros, más aún, sin con su trino, andan contando historias.
    Un beso al vuelo, y mis deseos de felicidad para este 2014!
    Gaby*

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  3. Gaby, tú eres otra de las incondicionales.
    Me alegra de que la encuentres bella, que (como a mí) te gusten los pájaros y que como yo, escuches las historias que ellos nos regalan.
    F
    eliz año y mis besitos regordito para Jime y para ti.

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